viernes, 29 de enero de 2010

Hola, Nicolás, te comento:



Los versos al final de cada parte de este comentario, podrían ser epígrafes que los encabezaran, si no fuera porque aparecieron mientras iba escribiéndolos. Por ellos el texto fue dividido en tres números. Puede leérselo como Huevo 1, Huevo 2 y Huevo 3; a no ser que suene más sugestivo leerlos como Emboscados 1, 2 y 3. El título lo dice todo, ya vas a ver por qué.



HUEVOS EMBOSCADOS

1.


Pienso armarme una pequeña biblioteca con autores que me sean imprescindibles y disponer de ellos a primera vista. Pienso pero no me animo. Me falta tanta lectura, que mejor espero –es lo que en el fondo estoy pensando-, a ver si terminan también por aburrirme los que creía intocables.
La sobreabundancia de títulos en las librerías tanto puede neutralizar la elección de un autor en particular, como ayudar a decidirte por uno ante la dispersión que produce la mega oferta. A veces uno se recarga de autores por un afán de acaparador consumista disfrazado de ávido intelectual que se preocupa por estar con los títulos al día. Quedan ahí, se los va postergando, o porque se los empieza a leer y desilusionan un poco, o porque al demorarnos en leerlos nos parece que así se prolonga la compulsión que nos llevó a comprarlos. Esos libros son presencias cerradas. ¿Están destinados a ser leídos por otros? ¿Habrá que donarlos al bien común? Por lo pronto, siguen ahí, bajo la sospecha de que en una biblioteca pública no correrían mejor suerte, igual seguirían ahí, no sólo en un anaquel sino expuestos a la indiferencia de los que barren la sala, de los que se sientan a leer el diario y de los que piden un televisor para acortar las horas de espera. Se me ocurre que debe haber más libros sin lectores que libros leídos.
Hace años fui a una biblioteca de Villa Mirasol, un pueblo perdido en un cruce de la pampa, y descubro un libro de un poeta que he olvidado pero que me sumergió en sus tonos de poemas breves, existenciales y de una claridad fulminante. Es posible que ningún otro lo haya leído en ese lugar y siga ahí como lo dejé, esa tarde en que ni siquiera me senté, manteniéndome de pie junto al estante de donde lo había sacado, leyéndolo. Para colmo de bienes, llovía, lo que me purificaba de cualquier obviedad, realzando esos momentos junto a esa biblioteca vidriada en un mueble lustroso de escuela enciclopedista, bien entrado en la intimidad del libro, oyendo la lluvia involucrada en el rumor de los poemas. Todo lo que venía de afuera era un tiempo con mucho menos hombres y más árboles y la lluvia descolgándose de entre las ramas como un soplo de viento en una fuente inagotable. Creo que esa atmósfera me hizo olvidar el nombre del poeta y acaso fue también la vanidad de creer que ese ejemplar sólo sería leído por mí. Esa tarde yo estaba en una especie de mito, es decir en ningún lado, y bien podría sentirme uno con el Poema para S., de Héctor Vignatti, un pampeano que se fue a Barcelona, hace de esto cerca de treinta años:




Me gusta, cuando llueve,
perderme en las bibliotecas
(santuario de los hombres
que pretenden no ser Nada)
y buscar, azorado,
la metáfora increíble
que pueda resumirte
en dos
o tres
palabras.



2.

Al fondo del patio de mi suegra Graciela, está lo que yo llamo la Casita de la Parra Loca, dos piezas en ángulo cubiertas de enredaderas que se usan para guardar herramientas, mercaderías y algunos libros en un estante. Cuando entro a revolverla, suelta un aire a ermita sensual de un ex convento, qué refugio para hurgar olores picantes y húmedos, el reposo de las herramientas después de usarlas durante una jornada, como observó Neruda, la paz de salsas y dulces envasados y los clavos de una y tres pulgadas mezclados en un frasco, los rollos de alambre con sus colgajos de cables y tiras de trapo para amarrar tutores a las plantas pesadas de flores y de frutos. Qué regusto a Proust, pero no por el instante en que el narrador embebe en té la magdalena reminiscente que le hace acordar a su tía Leoncia, sino en lo de la madre de ésta, en esas habitaciones de provincia donde transcurre “toda una vida secreta, invisible, superabundante y moral que la atmósfera mantiene allí en suspenso; olores naturales todavía, ciertamente, y colorido del entorno, como los de la campiña vecina, pero ya caseros, humanos y concentrados, jalea exquisita, industriosa y límpida de todas las frutas del año que han pasado del huerto al armario”.
Después de entrar muchas veces y de ver el estante con libros, un día removí uno, verde, de un encuadernado firme y cosido. Ahí estaba: Teresa, de Rosa Chacel, una novela que tiene una larga Advertencia que empieza así: “Se diría que, tratándose de una novela, no es necesario advertir nada, porque una novela tiende, ante todo, a eso que parece tan trivial: gustar. Pero gustar no es cosa tan trivial como parece, y, a veces, no resulta fácil que gusten ciertas cosas a quienes no están advertidos. Sobre todo cuando lo que se ofrece no es fruta del tiempo.” Más adelante advierte que tomó el Canto a Teresa, de José de Espronceda, como guión para su novela, basándose “en un artículo de Fernández Solís, aparecido en La Ilustración Artística, de Barcelona, en el que cuenta una anécdota de la vida de Espronceda en el exilio. En París, en el otoño de 1830, Espronceda y dos amigos suyos, al volver a su hotel, a las altas horas de la noche, ven en el pasillo, a la puerta de uno de los cuartos, un par de botas y un par de zapatitos de mujer tan pequeños que, naturalmente, les inspiran conjeturas –sostenidas por Espronceda acaloradamente- sobre la nacionalidad de su propietaria, que no puede ser más que española”. Esta conclusión le repugnó a Rosa Chacel y a la vez la estimuló a comenzar la novela desde el cuarto de Teresa. Sensorial a lo Proust, libro envuelto en vapores, aunque de frase más cortas y con un dramatismo más frontal que se acerca a una reivindicación de género, a partir de ahí va a desplegar una vida tortuosa hacia atrás y hacia delante, entre recuerdos que buscan la evasión, en un laberinto de amores y rechazos, y que por el ensueño también recuperan tiempos perdidos, un arrinconamiento junto al fuego de un hogar provisorio, en una tristeza sumida entre lo pobre y lo desterrado. Como en una caja dentro de otra, me vi dentro de la pieza del fondo, leyendo el libro que encerraba un cuarto de hotel y adentro la personalidad de una joven mujer llamada Teresa Mancha y definida por tres versos de su amante, el poeta:

Espíritu indomable, alma violenta,
en ti, mezquina sociedad, lanzada
a romper tus barreras, turbulenta.

3.

Neruda ha exaltado la vitalidad de la realidad inmediata en oposición al encierro libresco. Tiene ese verso: “Libro, cuando te cierro abro la vida”. Era otro tiempo cuando lo escribió, alguna autenticidad quedaba entre la gente, la naturaleza podía ser contemplada, con menos interferencias que en la aldea global y con más capacidad de asombro -lo que hoy se llama ingenuidad- para quedarse extasiado tras leer un par de odas en donde a las tijeras se las comparaba con un pájaro de las peluquerías y a la manzana con el queso de la vegetación. Hoy cuando se abre un libro, y nos gusta, salimos de la Matrix. (Si renacieras, Pablo, verías qué fea está la gente, más muerta que viva, y que los libros siguen siendo refugios de los solitarios que huimos de los aturdimientos como de la peste. Volverías a ser un solitario).
Claro, a Neruda no le convencía que un poeta publicara para otro poeta, había que buscar al lector lejano, recuperar la plaza pública, cada libro debía ir de mano en mano por la calles como el pan. Lo sabía por experiencia: “Como poeta activo combatí mi propio ensimismamiento. Por eso el debate entre lo real y lo subjetivo se decidió dentro de mi propio ser.” Hay épocas propensas a la poesía y otras no; no sé si en la democratización de la cultura estará contemplada la sensibilidad poética que viene con cada persona, ni tampoco si la enseñanza de la poesía es posible y si en la actualidad su falta de aprecio responde al tiempo acelerado con que el común mide la vida, o es que siempre fue así y no nos queremos acordar. El argumento de por qué la poesía no se lee, es porque su lenguaje es hermético. De Benedetti, el más leído entre los nuestros, se dirá que a su poesía sí se la aprecia porque es sencilla y se corresponde con los sentimientos mayoritarios de la gente. Tal vez; y no está mal. Pero a Benedetti le gustaba Vallejo, poeta nada fácil de leer, y hasta le dedicó un ensayo en el que analiza su poesía a la par de la de Neruda. O sea que también los sencillos leen a difíciles, de lo que se deduce que hay que leer de todo. Se decía que durante la dictadura (que seguimos llamando kafkianamente “El proceso”) prevaleció una poesía hermética como una forma de sortear la censura militar. Más que una estrategia, pareciera que determinadas épocas recrean su atmósfera en los creadores. Un país encerrado es como una cárcel que imposibilita la visión. Ya de por sí la poesía tiene una predisposición esquiva a mostrarlo todo de una vez. Es el encubrimiento del que habló Robert Graves tomando como ejemplo al ave fría en la poesía galesa que canta en un lado y tiene los huevos en otro, para disimular, como hace el tero en nuestra pampa.
Después de todo, huevos, embriones, óvulos y espermatozoides requieren de una vida oculta para desarrollarse.
Entre los autores que formarían mi biblioteca ideal, está Horacio Pilar, que me inspiró el título de esta nota, por un verso de su poema “Hay”, verbo que indica cantidad pero que en este caso concentra la unidad misma del poema, latente de paradojas y ambivalencias, como todo lo dicho hasta aquí.



Hay

En el centro hay un huevo,
No totalmente frágil,
Ni lleno,
Ni fértil.
No es frío aunque liso,
Un huevo en su palma,
Cielo en pluma de tierra,
Vuelo entre paréntesis.
Clueco de ambigüedad,
Huérfano de rectas,
Tripudo de sentido,
Ciego,
Colmado en su oriente,
Exacto,
Ambidiestro.

En el centro de todo poema,
Hay, emboscado,
Un huevo.


Horacio del Pilar
Poesía completa
ATUEL/Poesía, 2000

Ilustración: Rafael Cidoncha


.......................................................................................................................................-Miguel




Miguel, ensayo una respuesta, o mejor es decir una visión sobre lo que me comentaste





Es cierto que aterra la cantidad de material que se publica y que está a disposición. A mí, a esto de la imposibilidad cierta de leerlo todo, aún de concluir por leer lo que nos interesa, me gusta pensarlo como una especie de terror fáustico, donde la sensación de vacío crece a medida que debemos ir descartando o, para hacerlo más intelectual, “postergando”, ciertas lecturas, ciertos autores, ciertas tendencias. Y entonces, a veces, nos volvemos lectores de solapas, críticos improvisados, donde no existen correspondencias, afinidades o desacuerdos viscerales, porque la voracidad del vértigo nos consume, y consuma en nosotros una especie de insatisfacción ambiciosa, continua, por lo ligera y desproporcionada.
A veces pienso que una de las cosas que esta época posmoderna y viciada nos ha dado es justamente la posibilidad de comprender como seres humanos “nuestra exacta medida en este mundo”, pese a que la publicidad total ha infundido hasta en el placer de la creación, día, hora y recambio.
Por eso noto en esos huevos que escribiste, aparte de una exposición nítida y consumada, un retenerse en el agrado de una sensación, un afán por olvidarnos que somos visitantes pasajeros de cada información, y emboscar al sentido común impuesto para acorralarlo, y para que podamos ser fielmente huéspedes inquietantes y asombrados por la naturaleza de la tarea que nos propone cada instante de este sitio llamado mundo.
Y tras eso quisiera recordar apenas, entrever, el argumento o lo que quedó en mí del argumento de la novela corta Los adioses, de Juan Carlos Onetti, ese pesimista existencial, ese tipo amargo por querer más, y por conocer la justicia del alma humana, que se siente derrotada cuando sabe que se agotan sus augurios.
Un enfermo, su pasado, y una historia con dos mujeres epistolares son el desvelo y la intriga de la gente, en especial del mesonero dueño de la tienda de pueblo, a quien Onetti toma como voz para narrar este texto. Y volvemos a tu escrito Miguel: la impresión, la fascinación –ingenuidad se diría hoy- es lo que nos ata o nos permite relacionarnos mejor con este mundo, y con los objetos y personas que lo habitan. El narrador personaje de Los adioses pretende una historia propia, se construye con ella y adentro de ella, en la mirada y perspectiva de ese hombre enfermo que llega al pueblo para curar su dolencia. No cabe la posibilidad de pensar en que las acciones de los personajes que observan y deducen la vida del extraño sean una intromisión, una mera curiosidad chusma de programa de tv con rating, sino que son la base de su propia vida desgastada, su anhelo de historias que los completen y contemplen. Eso es uno de los grandísimos aciertos en este libro de Onetti, de su prosa porosa, a veces cloqueante, donde los sordos del mundo quieren oír las campanas que sólo suenan cuando ellos dejan de gritar. Recomiendo entonces Los Adioses.
Emboscados los huevos Miguel. Cuidada la poesía. Pensar con las rodillas, que podría ser caro a Oliverio Girondo como a Neruda o a Eluard. Búsqueda propia de esa historia que nos mantenga vivos, que nos convierta en detenimiento absorto. O el ocaso veloz nos dejará sin fragmentos para que podamos hacer de la vida de los demás nuestra visita generosa y comprensiva.


...................................................................................................................................Nicolás Jozami




Recordarás que de entrada coincidimos en que toda literatura es poética. Y que alguna viene de otros libros, también. Así como otra viene de percepciones reveladoras que a veces coinciden con lo que ya ha sido escrito. Yendo a vos, me parece que sin los libros de por medio, los argumentos de tus cuentos tendrían un mínimo de acciones dentro del espacio cerrado en que se mueven los protagonistas. Los libros, como los sueños, alteran el devenir, y recombinan las imágenes contenidas en distintas literaturas que conforman una memoria universal hecha de citas y metáforas; y los sueños se hacen sentir en tu libro bajo un clima inestable, esquivo, de superposiciones densas o etéreas dadas por una imprecisión de pesadilla o por una rúbrica de textos antiguos que recortan el relato. Algunos personajes se llaman Moisés, Abraham o Isaac, como en la tradición bíblica, una religión del Libro, justamente. El narrador se mimetiza con la atmósfera, cobra los rasgos de las formas que describe. Voy a esto: Si para Elias Canetti la metamorfosis es la condición del escritor para asimilar cualquier ser, aun el más ínfimo, y vivirlo desde adentro, hacer propia la experiencia ajena, “La Quimera” cumple con ese proceso desde el principio al fin, fundamentalmente a partir del animal mítico que le da el nombre al libro, ya que quimera es, como se ha dicho, un monstruo hecho de partes animalescas, un híbrido, una proyección a lo imposible. Y el anillo de tu cuento, que contiene la figura mítica, es metamorfoseado por el pensamiento y la escritura en su misma materialidad y significado, bajo la visión hermética de que en la parte está el todo, como en un holograma. Un organismo laberíntico, bordeado de floraciones ácidas y libros enclaustrados en nichos y anaqueles ciegos, va conformando una morfología quimérica. Tu escritura tantea en el caos una evasión que se resume en una frase de “La obra y mi amigo”: “El no buscaba un mundo verdadero, pero sabía que se encontraba en uno erróneo”. Pero, además, un cuento como “Disposición” deja entrever que la dispersión puede estructurarse o ser un juego de humor manierista como en “Los traductores”. Hasta el caos tiene su forma de recombinarse.
La muerte está trabajando todo el tiempo en el relato, teñido vagamente de presente por una temporalidad cercana al mito, aunque concebida desde un cierto distanciamiento propio del policial y la fantástica, como en el primer cuento, en que dentro de un Atlas la foto de un cadáver encarna la morbosidad posesiva de una mujer que conserva a su amante en su última imagen residual.
Bibliotecario al igual que Borges –como ya te dije en un correo-, construís fábulas bien calculadas que reflejan algo de simulacro o copia infiel de los hechos. Le Clezió dice que los argentinos andamos con un espejo deformante, tendemos a sobreactuar la experiencia; y según esta apreciación, Borges sería uno de los nuestros, tal vez el principal. Te has mirado en su espejo que refleja al de Kafka que pareciera reflejar al de Gogol que indirectamente refleja a Poe y Baudelaire.
Cuentos de aliento intenso, para leerlos de una vez y saciar la ansiedad, su breve resolución no impide que se produzcan digresiones, aunque más que bifurcar y expandir el argumento abren un marco, una toma difusa y a la vez reconcentrada en medio de una situación, como cuando en “Las fotografías” la narradora está de espaldas a su amiga Laura en el comedor, mientras ella prepara café, y de pronto corre las cortinas de una ventana para ver la llovizna “que parecía querer decirme algo. Vi por el vidrio el reflejo de mi amiga, que sostenía una taza caliente con ambas manos, esperando que la tomase.”
Son proyecciones que traen rebotes, un eco que al oírlo produce un suspenso como quien levanta la vista de un libro para impregnarse de lo que acaba de leer y seguir el sentido más allá de las páginas.

............................................................................................................................Miguel

FOTO: "Miguel, entreviento y mar" (Tilo - 2005-


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La Quimera


-“El metafísico:es mucha enredada fantasmagoría de personajes, lector, autor. Y no es que finjan enredarse; no saben qué son. Esto se resuelve todo así: son todos reales; cualquier imagen en una mente es realidad; vive; el mundo, la realidad es toda mera imagen de una mente. Lo que no es imagen es la Afección: placer, dolor. El existir no es pre-deseable; en el pre-deseo de ser ya hay ser; lo que no hay es el comenzar, el no haber sido, en el cual situaríamos el deseo de ser”.

............................................ ..Museo de la Novela de la Eterna.


..............................................Macedonio Fernández. Capítulo X.

Era una noche fresca de otoño con luna refulgente. Estaba en la habitación del departamento, en Córdoba, escribiéndole una carta a un amigo que suele detenerse como yo en los goces y en las desventuras de la lectura y la escritura.
1
Antes de comenzar a redactar, había leído una antología de poesía y prosa alemana (me conmoví con algunos versos e imágenes de Hölderlin y con un relato fundacional de Von Hofmannsthal) que estaba con su lomo hacia abajo, descansando en el extremo superior izquierdo del escritorio. Lo acompañaba un libro sereno (e inverosímil por el tesón desmedido del viejo Santiago para sacar el enorme pez) de Hemingway, sobre el que apoyaba la pava del mate junto a una Biblia, obsequio de mi madre antes de mi llegada a esta ciudad para desarrollar mis estudios.
Solo en mi habitación, desmenuzaba mentalmente con paciencia algunos avatares y los escribía para hacerle llegar a mi amigo algo de mi existencia. Una de las cortinas se ondulaba reiteradamente simulando vientres hinchados, debido a la brisa que entraba por la ventana.
Había llenado la tercera página cuando decidí soltar la lapicera un momento. Corrí la silla unos centímetros hacia atrás apoyándome en el respaldar, me aferré de las hojas y comencé a releer, ya que cuando uno escribe, lee, en forma circuncisa e interrumpida, pero lee.
A las veinte líneas respiré profundamente, cebé un mate y lo sorbí de un tirón. Repasé los temas de la carta: mi incredulidad respecto al argumento ontológico de San Anselmo, que Rodrigo conocía muy bien; mi temporario trabajo en un diario cordobés; mi posición respecto al desenlace de un escrito de Henry James; la idea de escribir algo juntos sobre el mito del precoz Rimbaud, y algunas vivencias con mujeres, de las que muchos hablan pero pocos conocen.
Algunos pasajes me acercaron mucho a mi amigo, y resolví leer la carta otra vez, como forma de recrear un fugaz encuentro. Tomé el último mate mientras que, a modo de fútil movimiento, extendí mi brazo izquierdo por sobre la silla en dirección a la ventana, deslicé con el pulgar el anillo de plata de mi anular hasta sacarlo, y lo puse en el inicio del mismo dedo pero de la mano derecha. El pequeño objeto tenía grabado unos nudos que dividían reiteradamente la figura de un animal mitológico. Dándole vueltas en el dedo, el anillo parecía la víctima de un verdugo que se mofaba de su poder y capacidad de subordinación.
Mientras leía, jugaba con el anillo. Hacía piruetas que se repetían pero siempre parecían diferentes. Y aunque recordaba varias ideas que teníamos con Rodrigo y que pensábamos ejecutar, mi mente se detuvo en una, que a su vez se bifurca: la de que cada objeto que conforma el universo posee partículas de todos, y por inferencia, la de que cada cosa es capaz de convertirse en lo que queremos. Sencillamente lo que hace la imaginación, me dije enseguida, sacándole solemnidad a la hipótesis. Uniendo las dos ideas buscábamos con mi amigo ejemplos de ello, pero llegábamos a la conclusión de que eso no sucedía debido a la pereza con que nuestra precaria conciencia se ha concebido y educado. Dedujimos que estos casos sólo se daban en “actos inconscientes o preconscientes de alta fuerza”, de los que algunos han sido testigos. ¿Acaso Blake no había escrito ya en el siglo XVIII que las puertas de la percepción (los sentidos) nos ocultan el universo y que si pudiéramos cerrarlas, lo veríamos tal como es, infinito y eterno?
2 ¿No era acaso lema del surrealismo el fin de las oposiciones captadas por el espíritu? ¿No aparece ya en el primer monólogo fáustico de Goethe la frase “todo se entreteje en el todo y que lo uno obra y vive en lo otro”?
Todo objeto tiene partículas de todos los elementos del universo, pudiendo entonces cada uno mutar en su composición. Esta idea negaba las leyes físicas (y las otras), a las que admitíamos como convenciones engañosas que guiaban nuestro pensar. Íbamos más allá de lo propuesto por el griego Anaxágoras, que, si bien no aceptaba que un elemento pudiera convertirse en todo lo existente en la naturaleza (eso sí creía Empédocles a partir de los cuatro elementos, Tierra, Agua, Aire y Fuego, y los dos principios dinámicos Amor-Discordia que componen el universo y que nuestros ojos perciben mezclados en cada mirar), planteaba que todo objeto posee elementos de la totalidad de lo existente, y que cada parte contiene el todo. De esta manera, en una cruz de metal, por ejemplo, coexisten todos los elementos posibles, y a su vez las mismas partículas están tanto en el centro como en su extremo. Recordé a Plotino, quien en sus Enéadas (V, 8, 4) declaró la extensión total del principio de identidad: “Todo, en el cielo inteligible, está en todas partes, cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas y cada estrella es todas las estrellas y el sol”.
Esas ideas vinieron a mi mente luego de leer el cuarto párrafo de la segunda página de la carta cuando percibí que el anillo, que bailaba en la punta de mi dedo, se desprendía como un trozo de mármol de un balcón, o como un frágil cristal de excesivo valor e incalculable belleza. El anillo sonó al caer y oí, en una aguda melodía, la desintegración de su unidad en cientos de minúsculos pedazos. Solté las hojas de la inconclusa carta y volví mi cabeza al suelo. Deformados e incoherentes trocitos plateados quedaron dispersos por toda la habitación. Parecían piezas de un gran rompecabezas color gris. Había decidido imaginar que el anillo fuese de cristal a fin de sostenerlo en mi mano y tratar de que no se cayera mientras leía la carta. Era una idea lúdica y piadosa, como para que mi conciencia estuviera atenta a las dos situaciones (la lectura de la carta y el equilibrio del anillo). Si hubiese fabulado que el anillo no se rompería al caer (como debió ser), no hubiera maniobrado esa idea de rotarlo en la punta del dedo. Al momento de su caída, le estaba otorgando atributos del cristal, y por ello se hizo añicos contra el suelo (que si por otra parte hubiera imaginado como una ancha alfombra nada le hubiera ocurrido al objeto, que estaba siendo de cristal en ese instante).
Allí, solo en mi habitación, fui espectador privilegiado de aquel acontecimiento. Los trozos del anillo efectivamente volvieron a ser de plata, pero en el instante que medió entre que se desprendió de mi dedo y estalló contra el piso fueron, formando el objeto, de delgado cristal. Quise creer que cada cosa es potencial arcilla; sólo bastaba con que el denominado acto aristotélico (una especie de alquimia mental) lo hiciera posible.
Antes de recoger los pedazos del anillo que ya he tirado, decidí anexar a la carta que envié a mi amigo este hecho que he relatado, haciéndolo partícipe también a él de lo que me sucedió. En la carta lo mencioné como El incidente del anillo o la Puerta a la Verdad.




1 Ese amigo del que soy benefactor y prodigador de sus ideas es Rodrigo Muñoz.

2 Recordé el proverbio de Blake: “Ningún pájaro se eleva demasiado alto, si vuela con sus propias alas”.


Extraído del libro La Quimera, de Nicolás Jozami. Editorial Ciprés, año 2009





Detalles




Un detalle puede desplazar un discurso de actualidad a una inmediatez que trasciende toda apariencia factible de ser confundida con una totalidad. Las cosas se realzan y el tiempo se manifiesta en la atención, entra en suspenso, deja de ser sucesivo y “brota”, como dice Bachelard del instante poético, pasa a ser tiempo vertical. Por eso, leer a Felisberto Hernández es encantarse con el ánimo de estas cosas; ámbitos y muebles sugieren actitudes que emanan de sus solas presencias como de las personas que están en silencio y hablan por sus gestos. Una metáfora o una comparación toman el sentido del relato y se vuelven personajes, acciones y hasta le insuflan una sobrio conflicto que llega a extenderse por varias páginas. En el inicio de “El caballo perdido”, la primera persona de Felisberto se mimetiza con una sala de música y en este caso su animismo cobra un realce erótico: “Primero se veía todo lo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá y otras, más chicas, en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabían que eran negros porque al terminar las polleras se veían las patas. –Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso-.”




Kovadloff -como Pessoa, como Felisberto, como Michaux, como Mermet-, es otro que focaliza su escritura en situaciones donde se debaten por sí solos duda, absurdo y fugacidad; pero al ir repasando detalles nimios, briznas, el extrañamiento deviene comprensión inmediata y el poeta, un valeroso antihéroe que se pone a prueba con sus limitaciones y escollos. Sus poemas, ensayos y cuentos tienen en común ese poetizar filosófico que tan bien explica Rafael Felipe Oteriño en la contratapa del poemario “Ruinas de lo diáfano”: “Apasionada y reflexiva, la poesía de Santiago Kovadloff da cuenta de las sorpresas del día: el crepitar de unas hojas, el agua de una fuente, el vaivén de una brisa, ventanas entreabiertas y pasos decididos. Pero no busca explicarlas sino exponerlas en su misterio. Es que el filósofo, tanto como el poeta, han aprendido que, más allá de discernir, situarse, ordenar –son todas palabras suyas-, hay un horizonte en el que las personas y los hechos conviven sin dar razón al ojo que los mira”.
Toda la tapa de esta edición del Grupo Editor Latinoamericano ha sido cubierta –iba a decir envuelta, como el corte de un cristal de roca en anverso y reverso- por un fragmento de L’incendie du Parlement, de William Turner, quien -por haber sido un pintor de impresiones atmosféricas, de aguas y nubarrones encrespados, y resplandores abrumándose-, supo condensar el espacio referencial en estallidos de luz que desdibujan los contornos, con lo cual ilustra de entrada el título del libro, “Ruinas de lo diáfano”, como una expresión de lo efímero sobre la que ha meditado Kovadloff, más alabanciosa que negativamente. Así que este detalle de la obra no hace sino potenciar la cada vez más difuminada abstracción que caracteriza a la evolución estética de Turner y vale para reafirmar nuestra reflexión del principio, el contenido que le da el título a este libro y el poema que transcribimos.
Hace años, Kovadloff me dijo en Santa Rosa que su poesía era un hombre parado frente a una ventana. Del lado de adentro, claro –pensé entonces y pienso ahora en ese detalle-.

............................................................................................................................Miguel





VENUS




Demoras en Aeroparque.
Van para dos las horas de espera.
Tendida en tres bancos, ella duerme frente a mí.

La gorra negra que ahoga su pelo,

la blusa de ásperos colores consumidos,
auriculares forrados en felpa,
una mochila que desborda intimidades,
definen el mensaje:
no hay puente posible entre nosotros.

Pero el abismo se pliega de pronto
cuando llego a sus pies desnudos:
perfectos, quietos, de una antigua blancura
que desmiente la inscripción
de esta muchacha en el siglo;
una huella de eternidad que desata mis sueños.


Santiago Kovadloff
de “Ruinas de lo diáfano”
2009

Detalle de: "El nacimiento de Venus" de Sandro Botticelli

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Soy el primero Miguel. Perfilado y conciso el comentario, dejando lugar al poema, una instantánea del Yo poético, quien se compromete con su mirada y su reflexión al punto de explorar las cavernas del sentido acumulado en los días y los años. Abrazo grande y saludos.

nicolás

Anónimo dijo...

Soy el primero Miguel. Perfilado y conciso el comentario, dejando lugar al poema, una instantánea del Yo poético, quien se compromete con su mirada y su reflexión al punto de explorar las cavernas del sentido acumulado en los días y los años. Abrazo grande y saludos.

nicolás